por Daniel Mediavilla.
En ‘La edad de los prodigios’ Richard Holmes hace un retrato de los científicos que construyeron buena parte de los andamios filosóficos sobre los que se sustenta el mundo moderno.
No cortaron la cabeza de ningún rey ni lanzaron soflamas contra Dios, pero cuando se fueron su mundo tenía poco que ver con el que encontraron. Los científicos que aparecen en La edad de los prodigios, la fascinante obra de Richard Holmes (Editorial Turner), cambiaron el mundo utilizando el método más revolucionario que existe: observar la naturaleza con atención, acumular datos, analizarlos sin prejuicios y sacar conclusiones.
El estudio del cosmos, liderado por William Herschell, descubrió un espacio profundo e inmenso en el que la posibilidad de que los humanos fuesen los únicos seres inteligentes se hacía improbable. Los geólogos, con James Hutton a la cabeza, encontraron un mundo antiquísimo, formado hacía millones de años y no 6.000 como sugería el estudio de la Biblia. Y la biología, con la teoría de Charles Darwin como estandarte, acabó de sacar a la humanidad del centro del universo.
En su retrato de la época romántica británica, Holmes comienza con la vuelta al mundo de Joseph Banks a bordo del buque Endeavour, al mando del capitán James Cook, que partió en abril de 1769, y acaba con la que inició Charles Darwin en el Beagle, en diciembre de 1831. El joven Banks, que después sería presidente de la Royal Society durante 42 años y se destaparía como uno de los mejores cazatalentos científicos de la historia, capturó en su viaje los instantes postreros de uno de los últimos paraísos en la Tierra, las islas de Tahití antes de la llegada de los europeos.
La destrucción de la inocencia a través de la exploración, de la que también se puede culpar a Darwin, es una de las acusaciones que algunos románticos hacían a los hombres de ciencia de la época y que hoy tienen sus ecos en los movimientos antivacunación o antitransgénicos. Ese intento por explicar la naturaleza y dominarla, que tan bien encarna Humphry Davy, otro de los protagonistas de la historia de Holmes, alentó la esperanza y el terror. La primera la encarna un invento como la lámpara de seguridad de Davy, que salvó a infinidad de mineros al protegerles de las explosiones de metano. El segundo, Frankenstein, la gran metáfora de la ciencia extralimitada y fallida, creación de Mary Shelley, una escritora nada contraria a los científicos que conocía a Davy y a muchos de los grandes de su tiempo.
Gran parte de las historias de aquella época siguen siendo actuales. La dualidad de la ciencia, útil para el bien y para el mal, se observa en el trabajo de Davy. Con su lámpara salvó vidas evitando explosiones, pero durante la larga guerra de su país contra Francia no dudó en poner su ingenio al servicio de la producción de explosivos para matar mejor al enemigo. Él, una de las mentes más poderosas de una época en la que se empezaron a poner en duda creencias arraigadas durante siglos, acabó renegando de la razón en sus últimos días. En sus Consolaciones en el viaje, una especie de memorias escritas cuando veía cerca su muerte, llegó a escribir que “el arte de vivir feliz es, creo, el arte de estar agradablemente engañado; y la fe es en todo superior a la Razón que, después de todo, no es más que un peso muerto en la edad avanzada, aunque sea como el péndulo para el reloj durante la juventud…”
En su obra, Holmes recoge la complejidad de personas como Davy y hace un relato de las glorias de una época, pero también de sus miserias y sus dilemas, y cuando habla de ellos, habla también de nosotros. Leer La edad de los prodigios es, entre otras muchas cosas, embarcarse en un viaje por un tiempo y unas mentes que ansiaban el conocimiento, la sustancia más explosiva que existe. Como muestra este libro, el camino para obtenerlo fue casi más interesante que los resultados que ha proporcionado.
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